“Cuando el Señor Dios hizo la tierra y el cielo no había todavía en la tierra arbusto alguno, no brotaba hierba en el campo, porque el Señor Dios no había enviado aún la lluvia sobre la tierra, ni existía nadie que cultivase el suelo; sin embargo, un manantial brotaba de la tierra y regaba la superficie del suelo. Entonces el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz un hálito de vida, y el hombre se convirtió en un ser viviente”
(Gn 2,4b-7)
Un día Dios tuvo un sueño. Soñó con el hombre, un ser formado a su imagen y semejanza, con quien permanecer en continuo diálogo.
Con su Palabra creadora todo lo hizo para él, el cielo, el agua, las plantas y animales. Pero cuando hubo de formar al hombre ya no habló, sino que actuó. Tomo barro de la tierra, de esa tierra que ahora podemos contemplar ante nosotros, y que pasa tan indiferente por nuestra vida, y lo formó, lo plasmó, lo modeló. “Todo fue creado por la Palabra, pero cuando llega al hombre no es por la Palabra, sino que lo crea mediante sus manos. Todo lo creó Dios con un mandato excepto al hombre que lo creó con sus manos” (Tertuliano).
“Tus manos me formaron y me hicieron” (Job 10,8)
¡Qué obra tan maravillosa!, pensó.
Pero el hombre no quiso mantener ese diálogo con su Creador y apartándose de la luz decidió vivir en la oscuridad. Y la obra de Dios, esa “vasija perfecta”, víctima del tiempo, se comenzó a agrietar. Y buscó aquí y allá, quien le pudiera ayudar. Caminó y vivió intentando encontrar las manos que un día con tanto amor lo supieron tocar, acariciar, formar. Pero su cuerpo continuaba agrietándose, cada vez más.
Y mientras el hombre buscaba, Dios, continuamente, de mil formas y maneras, le salía al encuentro. Pero no era suficiente. El hombre necesitaba volver a ver las manos de Dios, el hombre necesitaba sentir de nuevo sobre él las manos del Creador. Necesitaba que Aquel que un día lo formó volviera a reconstruirlo, que calmara sus dolores y sanara sus heridas. Necesitaba que esas manos le devolvieran la confianza y que el mismo aliento de vida, le permitiera vivir con esperanza.
“Vio, al pasar a un hombre ciego de nacimiento… Dicho esto, escupió en tierra, hizo barro con la saliva, y untó con el barro los ojos del ciego y le dijo: Vete, lávate en la piscina de Siloé. Él fue se lavó y volvió ya viendo”.
(Jn 9,1-7)
Y así fue, Dios volvió a salir al encuentro del hombre, de su hombre. Ya no utilizó intermediarios, sino que Él mismo se hizo uno entre ellos, para compartirlo todo, menos sus errores. Él vino a reparar sus grietas, aquellas por las que se perdía lo que un día sembró en su interior. Y volvió a coger barro. Y lo colocó en cada una de sus imperfecciones, para que ninguna de ellas le impidiera contemplar el camino que de retorno al Hogar.
Dios todo lo hizo por Amor. Todo nos lo entregó de nuevo por Amor. Y a todos nos capacitó para Amar. El sello fue su mano, traspasada por amor.
El hombre ahora lo contempla todo de manera distinta. Pasando por su interior, mira la cruz y reflexiona: qué te dice el crucifijo, qué esas manos clavadas, y la corona de espinas. Y es entonces cuando desde el silencio percibe Su voz: “te dicen: para el Amor no debe existir medida”.
Y Dios así, enseña al hombre algo que éste todavía no había comprendido: a Amar. Pero lo enseña a hacerlo al estilo de Jesús, sin guardarse nada, sin reservarse nada. El hombre recupera ese diálogo con su Creador, y a la vez siente necesidad de dar testimonio de Aquél que nunca lo había dado por perdido.
“Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos” (Hch 1,8)
Ahora sí lo tiene todo, ya no vive sólo, y sus grietas son continuamente restauradas. Tiene la fuerza de aquél que le ha dado la Vida Nueva, y tiene la misión de hacer de sus manos las Manos de Dios, que construyen, que cuidan, que crean, que enseñan, que sanan, que consuelan, que adoran, que acompañan…
Y por eso nos reunimos hoy aquí, porque queremos responder a esa iniciativa de Dios, porque queremos ser testigos de su vida en nosotros, pero sobre todo porque queremos descubrir en comunidad, como Iglesia, que uniendo todas nuestras manos podemos hacer un mundo mejor, un hombre mejor.
Miremos nuestras manos, y descubramos en ellas las huellas de Dios. Todos hemos recibido su presencia, a todos nos ha regalado su Vida, una vida para darla, no para esconderla, una Vida para regalarla, no para acumularla, una Vida con tan solo una única misión: dar Vida.
En esta Noche y Arte en Oración hagamos nuestro Su Sueño. Que en cada canción, en cada gesto, en cada regalo, en cada expresión, podamos ver un hermano, y entre todos formemos la gran familia de Dios. Que soñemos juntos un espacio donde poder vivir la comunión entre todos los hombres con el Creador, donde vivir la gratuidad de todo lo recibido, donde poder compartir a manera de servicio tantos dones que, quizá, sin merecerlo hemos recibido. En definitiva un Sueño llamado a hacerse realidad.
Yo ofrezco mi mano, y tú ¿la seguirás guardando en el bolsillo de tu pantalón?